Caían las gotas sobre el parabrisas, más por costumbre que por ambición.
Cada tantas curvas me mecía para descansar sobre la puerta, donde a veces me permitía dormir, para otras tantas sonreír a una conversación a la que ya había dejado de asistir.
Arriba el cielo era una musa gris, y a lo lejos los cerros eran pequeños niños avergonzados que acudían a su falda, pensaba, antes de volver a dormir.